jueves, 11 de junio de 2020

El punto final

Hace seis años Independiente se imponía en el desempate por el tercer ascenso frente a Huracán. Crónica del cierre de la más dura y difícil temporada en la rica historia roja. Una travesía que jamás hubiéramos imaginado, pero que concluyó agónicamente con el objetivo cumplido.
Pisano, Mancuello y "Rolfi" Montenegro y el desahogo tras el año más difícil 

En busca del desahogo, con la ilusión de detener tanto sufrimiento y angustia acumulada, aspirando a una refundación en el plano deportivo. En ese contexto diversas sensaciones atravesaban media Avellaneda aquella tarde noche del 11 de junio de 2014, cuando Independiente soñaba con que las cosas volvieran de una vez por todas a estar en su lugar. Si bien la pesadilla amenazaba con extenderse, hacia el final del túnel se avizoraba una luz tenue que iluminaba el tan anhelado camino de regreso. Iban 361 días de un peregrinaje tedioso para el club y sus hinchas. Un equipo de andar irregular y nada vistoso que a veces exasperaba, otras deprimía; acaso llegaba a instancias decisivas sin margen de error. A esa altura ya poco importaban las formas, sólo el resultado. Afortunadamente el Rojo salió airoso para beneplácito de los miles de simpatizantes que colmaron el estadio Ciudad de La Plata con un único y contundente objetivo: recuperar la categoría.

Unas horas antes el conjunto de Omar de Felippe, conductor con templanza que jamás claudicó en su misión, había tenido la oportunidad inmejorable de cerrar como local aquella experiencia traumática. La desaprovechó aquel domingo soleado que se fue nublando con el correr de los minutos y concluyó con una lluvia de silbidos e insultos. Y mucha incertidumbre. Un empate con sabor a nada ante Patronato. La presión agobiante aumentó a tal al punto que se palpaba tanto dentro del campo de juego como en cada rincón del Libertadores de América y sus alrededores. Tocaba entonces jugar un desempate frente a Huracán para definir el tercer ascenso.
Arriba: Morel, Tula, Rodríguez, Figal y Ojeda. Abajo: Mancuello, Pisano, Penco, Montenegro, Zapata y Bellocq. Los 11 que arrancaron aquella tarde en el Único de La Plata

La ansiedad, el nerviosismo, la acumulación de golpes de un plantel diezmado contribuyeron a prolongar la agonía. Pero no había tiempo para bajar los brazos. La final ante el globo era la última ocasión de dar por terminada la peor y más difícil temporada de la rica historia roja. Pronto hinchas, jugadores y cuerpo técnico debieron renovar los ánimos para olvidar la frustración por desperdiciar la chance de triunfar frente a los entrerrianos, lo que hubiera devuelto a la institución al lugar que nunca tendría que haber abandonado de no ser por una serie de pésimas gestiones y groseros errores.

La cita era el miércoles, jornada laboral atípica debido a la magnitud del acontecimiento. El primer equipo debía definir –en verdad los miles de hinchas nos jugábamos- el destino de la próxima temporada. Con mi viejo y dos grandes amigos, con quienes soportamos unidos estoicamente cada uno de los vaivenes de un torneo que había comenzado esquivo y amenazaba con terminar del mismo modo, ansiábamos llegar cuanto antes hasta 32 y 60 para quedarnos con el premio mayor.

Recuerdo el viaje en auto con un silencio casi sepulcral, producto de la tensión y el sufrimiento que nos generaba la situación. De todos modos lucíamos serenos al recorrer esas pocas cuadras hacia la cancha. Varias horas antes ya estábamos en cercanías del predio. Una caminata lenta que disimulaba nuestros padecimientos internos nos depositó en lo más alto de las gradas, desde donde vimos poco a poco cómo se iba poblando el escenario. Minutos antes del comienzo del encuentro, como era costumbre, miré hacia el cielo para improvisar una súplica sentida a mi querida abuela y a cuánto santo se me ocurriera en esos instantes.

Zapata aprovecha el rebote de Díaz y genera la locura en la tribuna roja

La memoria selectiva apenas si me ofrece hoy algunos flashes de lo ocurrido hace seis años. Se me viene a la cabeza el desenlace de la primera etapa, cuando Gonzalo “Pity” Martínez ensayó un tiro libre que el “Ruso” Rodríguez con esfuerzo envió al córner. Del despeje de ese centro vino la corrida y definición de Matías Pisano, el rebote en el arquero quemero y el oportunismo goleador de Martín Zapata para que nos rompiéramos las gargantas en un desahogo colectivo, cargado de emoción. Enseguida llegó el descanso.


La segunda parte pintaba tan complicada como la anterior. Todo parecía derrumbarse hacia el ocaso: Wanchope Ábila aparecía sólo en el área para convertir el empate. Desesperado dirigí mi mirada al juez de línea que mantenía su banderín alzado. Cerré los ojos, respiré profundo. Los minutos restantes intuía serían para el infarto. Inesperadamente Francisco Pizzini marcó el segundo tanto, el que me dejó sin aliento hasta hacerme lagrimear.
Pizzini festeja su gol con sus compañeros. Era el segundo, el de la tranquilidad

Apenas concretada la victoria decisiva no tengo recuerdo de festejos eufóricos, más bien de gestos de satisfacción expresados en abrazos sentidos y profundos, gritos que aliviaban el alma simulando un descargo eterno. También había sentimientos encontrados. Aún se saboreaba en el ambiente algo de rencor, bronca, incredulidad por todo lo vivido. Pero después de todo llegaba una cuota de alivio, un reencuentro con la historia y mucha tranquilidad por sentir que lo más doloroso ya había quedado atrás. La pesada carga que nos acompañaba desde que se había iniciado esa travesía tortuosa desaparecía con el pitazo de cierre. Independiente, al fin de cuentas, lograba el ascenso. Tarea cumplida, punto final.

Cristian Vilardo